Ecos de literatura*
Escrito por: Manuel Palacio Tiller
El escritor FREDY GONZALEZ ZUBIRIA acaba de publicar un ensayo sobre Los esclavos wayuu de las haciendas del Zulia. Tiempo perdido en las partes oscuras de la historia por la pusilanimidad de la sociedad, que compromete a gobiernos de los países donde ocurrieron los hechos, y, por el hecho de carecer de defensores los sujetos pasivos de la trata, acompañada de la complicidad correlativa de dos Estados en las dos primeras décadas del siglo XX, a un núcleo humano colocado en las fronteras que nunca comprendieron la existencia de sus indios para colocarlos en los cuadernos de su identidad, pues los indios americanos jamás han merecido de quienes los subyugaron una categoría de seres participantes de su hibridad, para poder contemplar una acción de defensa.
El tema de los esclavos wayuu, en la historia contemporánea no se había querido sacar al aire, muy a pesar que el acontecimiento funesto fue tocado por tres grandes escritores colombianos y venezolano; los primeros a manera de denuncias políticas y el otro, más humano, hacia la búsqueda de un prototipo para unir una nacionalidad dispersa; se dijo que el propósito de Gallego fue desentrañar por medio de la indagación la condición humana venezolana, como se desprende de la creación de tipos y arquetipos populares y psicológicos, con el objeto de hacer una propuesta de rectificación y superación individuales que pueden surgir solamente de un estado de insatisfacción o de angustia que propicia la meditación hacia el conocimiento de sí mismo.
El escritor Zubiria ha dicho que la diáspora desencadenada por la sequia, la hambruna, las enfermedades, las guerras interclaniles y la cacería de humanos, llevo a una drástica descomposición social, y la ruptura del sistema matrilineal de varias familias extensas que terminaron desarraigadas en Maracaibo o en las haciendas del sur del Lago. Eso fue cierto, pero el indio wayuu soportó hasta donde pudo el peso del verano.
El verano siempre fue común en los comportamientos estacionales. Los wayuu asimilaban con estoicismo. El infeliz indígena con la frente bañada en copioso sudor, su bronceada espalda calcinada por los quemantes rayos del sol canicular y destilando lágrimas por dentro y por fuera, aguantó el peso de su destino.
Desesperado cortaba y rajaba pencas de cardón y con la pulpa mitigaba su sed, más no las de sus crías. Indios sin animal no es nadie y cuando aquellos se arrastraban sin aliento entre ramazones de espinas hasta caer desvanecidos de hambre y sed, el wayuu alucinado por la ardiente fascinación de la pampa y los ojos vidriosos de miedo, en un trance de angustia insuperada emprende viaje hacia las sabanas de Anoui. Pero no se relajó.
Dice la antropología que el wayuu es pastor. Los animales tienen para ellos – los wayuu- el más grande valor. El ganado constituye junto con los caballos y mulas signos de gran prestigio, después de la llegada de los españoles. La sociedad está dividida en clanes matrilineales. Pertenecer a tal o cual define por lo tanto el principio de identidad social y el status de un individuo. Un clan rico ocupa la cúspide de la pirámide. La guerra entonces es factor determinante para acumular riquezas y prestigio. Entonces, los poderosos apabullan a los débiles. Los clanes no pudientes que no estuvieran bajo la sombre o protección de otro más poderoso corría peligro de exterminio. Con frecuencia se provocaba. De ahí venían los conflictos. No se dejaba prosperar a los clanes minoritarios.
Sucedió algo fuera de lo común en aquel ambiente egoísta, envidioso y excluyente de los ricos clanes del territorio étnico. La presencia de JOSE DOLORES, mejor conocido entre los indios guajiros como UNUPATA. Realiza el prodigio de llenar ubicuamente la historia y la vida de su territorio ancestral. Fue el único cacique, semejante a los grandes caudillos de las justas mundiales que buscó en la experiencia del pasado, el libro de la sabiduría para conducir sus huestes aguerridas a la victoria. Del viejo árbol genealógico fue tomando las hojas dispersas hasta formar una leyenda intrincada, trama desconcertante de que fue depositaria su tesonera ambición de saber para superar a los demás en táctica y estrategia, en el conocimiento de los hombres y el sacrificio por un ideal superior. El de salir a la defensa de los clanes débiles y pocos extensos que se encontraban vulnerables.
En la guajira, campeaba la envidia, el odio y la venganza implacable. El hombre andaba como el caballo salvaje, sin jinete, dueño absoluto de sus antojos, haciendo y deshaciendo lo que a bien tenga, sin control de su albedrio. Hasta que UNUPATA se apersonó de la situación reinante. El cacique y sus aliados pusieron orden. Fue incondicional su adhesión al principio de autoridad, de manera que nunca se le dio en conflicto un gobierno alguno. Sólo impuso un orden a favor de los clanes débiles. Los inermes fueron amparados por su amistad y protección.
Al paso del tiempo, terminada la denominada Guerra de Los Mil Días, UNUPATA ya avanzado de edad abandonó sus recorridos por el territorio peninsular, la visita a sus aliados, alejado vivía en Garrapatamana en las inmediaciones de Amaiceo, hoy Carraipia donde tenía sus potreros a orillas del rio que pobló con labradores venezolanos, gente arrimadas de los pueblos del sur de Riohacha y los que llegaron de la Provincia de Padilla. Aquella ausencia fue aprovechada por clanes pendencieros para imponer el imperio del más fuerte y convertir un lóbrego escenario de un drama horripilante, denunciado años después, con sentido más político que humano, por los autores de las novelas Los Dolores de una Raza, Antonio J. López, conocido como “Briscol” y José Ramón Lanao Loaiza autor Pampas Escandalosas, y hoy, muchos años más tarde el escritor Freddy Gonzalez Zubiria con su ensayo.
Los Caciques de la Alta Guajira, no se movieron todos por asuntos del verano y la hambruna pues aguantaron por otros medios y métodos para seguir en medio de las necesidades estacionales. Fomentaron el contrabando, tráfico y tránsito de los extranjeros hacia los países donde se ubica la península.
Pero esto también sufrieron sus traspiés, pues la Primera Guerra Mundial no hizo llegar más las balandras americanas, holandesas, francesas e inglesas que había provisto de toda clase de armamento aquellos indígenas que la usaron para exterminar a sus congéneres. El ron, el brandy y el whiskey solo dejó el vicio que trastocó los frenos inhibitorios de los primitivos.
Los indios pudientes se relajaron, envilecieron, y perdieron el control, el respeto y la tolerancia, se enloquecieron. Se hicieron más pendencieros y comenzaron los desmanes contra los que habían tenido la protección del aguerrido José Dolores. Los indios ricos se untaron con los malandrines como los Echetos. Hasta un cacique a quien un presidente venezolano le había asignado el grado de “general”, se convirtió en raptor de menores, mujeres y hombres, para venderlos a los traficantes venezolanos con la complicidad de las autoridades de ambos países y aquellos desgraciados indígenas fueron a parar a las haciendas zulianas y a los confines de la desembocadura del Rio Catatumbo.
Se iniciaba entonces, casi veinte años de historia negra para los wayuu pobres que perdieron su libertad en manos de depravados empujados por una sociedad con abismos negros y profundos en su alma, que buscaba a todo trance enriquecerse a cualquier costa de la manera más fácil a través del despotismo.
Al término de aquella época vino la catarsis. La depuración. El escritor venezolano Rómulo Gallego, vino y vivió en el territorio patrio Wayuu e hizo su gran novela y empuja entonces la protagonista de la trama Remota Montiel Barroso – La Doncella de Piedra -, hacia el Catatumbo a cobrar el dinero que le quedaron debiendo a su padre conocido como el Diablo Contento y encontró allá a varios miembros de su raza que fueron vendidos por su propio padre.
Atrapados por el hambre, los maltratos y el cepo, hombres, mujeres y niños, desnutridos, con las espaldas destrozadas que habían padecido la ultima violencia; humillados y envilecidos por la bárbara esclavitud, tristes por los compañeros que dejaron sepultados en aquella tierra, el último de ellos, aquel cuya mirada no pudo volverse a hacia la figura de una mujer convertida en inesperado auxilio; había sin embargo, en sus rostros un despertar de humanidad recuperada, una emoción de gratitud y de esperanza en las miradas fijas de Remota. Viene Remota, con indios de su raza rescatados de esclavitud, navegando río abajo, hacia la obra posible y urgente que le espera en su Guajira, haciendo del descuidado infortunio propio Sobre la misma tierra.
El largo viaje emprendido por los wayuu desde la parte norte del Brasil, remontando costas huracanadas de lo que hoy se denomina el Caribe, en balsas y cayucos pequeños atiborrados de ancianos, mujeres y niños, con la penalidad de no ser recibidos por otros indígenas celosos de sus asentamientos, fue el acontecimiento que laceró el corazón de ellos, por el penoso éxodo que marcó en el ánimo aquella fortaleza que hicieron eterna y formaron como consigna, que el sitio donde llegarán a finalizar la trashumancia sería la última, por eso, ese amor a la tierra que los acogió y se dijeron entre sí, que de ahí no los sacaban y tomaron posesión casi que a la brava expulsando a los que estaban allí hacia la Sierra Nevada.
La trashumancia fue olvidada, pero los estragos de sus necesidades a persistido en el tiempo sobre las espaldas del indígena que los convirtió en seres nostálgicos y hasta sumisos, dignos de su suerte, de manera que han aceptado con todo el dolor la esclavitud de su destino.
*MANUEL PALACIO TILLER
Periodista. Doctor en Derecho y Ciencias
Políticas. mpalaciotiller@yahoo.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario