jueves, 8 de noviembre de 2007

TRES AÑOS DESPUÉS

Dios me ha dado el don de servicio, según dicen mis amigos y las personas con las que diariamente trato en todos los ámbitos de mi cotidianidad. Y, por lo que dicen otros, tengo también el don de hospedador. A mi casa son bienvenidos los amigos, los familiares y, por supuesto, los amigos de mis amigos y los familiares de mis familiares.
Cuando tenemos huéspedes estamos de fiesta. Normalmente nuestros visitantes son personas amables, atentas y muy respetuosas. Sin embargo, de vez en cuando llega alguien como la señora aquella que viene a mi casa un día y no tarda mucho en comenzar a sojuzgarnos con sus reglas. Me regaña como si fuera un niño, por cualquier motivo, por todo y lo mismo hace con mis hijos. Se queja por que el agua está demasiado caliente o muy fría y critica todo: la decoración, la pintura, la calidad de la comida y cualquier movimiento de los niños. También se apoderaba del televisor y no permite que nadie vea su programa preferido, excepto ella.
Cuando conversaba con otras personas daba pésimas referencias de mí y de mi familia. La mayoría de las veces se iba de la casa en medio de una rabieta y amenazando con no volver nunca más. Pero al poco tiempo regresaba y comenzaba de nuevo con sus imposiciones y terquedades. Cuando era la hora de comer invariablemente reprochaba la calidad de los alimentos y se quejaba por la cantidad de lo que le servían.
Mientras ella estaba no se podía usar el teléfono y hacía observaciones permanentes sobre los gastos de la casa, como si el dinero fuera de ella. Además, tenía una forma apegada un tanto a la antigua para corregir a los chicos y, a pesar de que éstos eran muy traviesos, se comportaban como unos angelitos mientras la señora les mantenía la vista encima. A pesar de sus setenta y dos años conservaba una fortaleza enorme y su mirada, sus gestos y su voz invitaban al respeto.
Es justo reconocer en ella sus palabras amorosas, su cariño, su sacrificio y el gran amor por los suyos. Parecía de hierro cuando se trataba de aplicar la disciplina pero era una santa a la hora de dar amor. Un día, se fue de la casa. Lo hizo sin rencores y sin resentimientos. Antes de marcharse nos encomendó a Dios, nos echó la bendición, nos dijo cuánto nos amaba y, cuando dijo adiós para no volver más, nos dejó sumidos en la más profunda tristeza. De eso hace tres años. Cuánto he extrañado a mi madre desde entonces.

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